Vuelta al orgullo y prejuicio

Artículo publicado en Cinco Días el 30 de marzo de 2017

Como si de la obra de Jane Austen se tratara, buena parte de Reino Unido sigue dominada por conflictos de orgullo y prejuicio. Parece como si Gran Bretaña fuera un apuesto y jactancioso caballero de alta cuna que corteja, a veces, y se deja seducir, otras, por un conjunto de hermanas europeas, atractivas pero de (supuesta) inferior clase social. Esa es la perspectiva de los que han activado el brexit desde las islas, con una misiva a Bruselas que constituye un error histórico de grandes proporciones. El tiempo devolverá a cada uno a su verdadera realidad, muy alejada ya de sueños imperiales y de pompa, fasto y pretendida supremacía. Una pésima gestión en uno de los periodos de paz más prolongados en el continente. La historia no tendrá final feliz porque las monomanías no se superarán para que prevalezca el acervo común y los aspectos de admiración mutua. Quienes realmente lo comprenden son, principalmente, las nuevas generaciones británicas y los menguantes pero aún mayoritarios europeístas del continente, ambos cada vez más arrinconados en sus propias casas.

Mi historia con Reino Unido tiene una dimensión tanto profesional como personal. Llegué a tierras galesas en 1989 y volví a España tras obtener el doctorado en 1993. En aquel tiempo eran visibles las señas de identidad –peculiares y hermosas al mismo tiempo– de un país de enorme tradición histórica pero también cierta decadencia social y estructural que, durante ese tiempo y el que siguió, se corrigió, en gran medida, por la creciente interacción con Europa. Evidentemente, concurrieron muchos otros factores, pero el beneficio de esta asociación ha sido enorme para las partes y va mucho más allá de lo meramente mercantil. Pocos británicos en ámbitos tan señalados como la ciencia o la cultura celebraron el día de ayer, que solo ven como un capítulo más de la pesadilla del brexit. Prevén orgullo y prejuicio a raudales, tanto en la decisión de dejar la UE como en la negociación que viene en los dos próximos años. Ahora se habla de un brexit limpio, pero no es más que una fachada de dureza inicial de los dos lados. No tardaremos mucho en ver los primeros golpes y, finalmente, la pelea en el barro.

Desde 2012 he estado de vuelta en Gran Bretaña, como catedrático en la Bangor University, y sería injusto y desacertado decir que me he sentido incómodo. Se trata de un país en el que, en Londres en particular, siempre me he sentido acogido y feliz. Pero para comprender la realidad social y política británica hay que rascar mucho. Y sería absurdo decir que no se ha percibido un cambio con el brexit, con el tema de la inmigración como principal eje. “Son demasiados”, “hay que ajustar”, “hay que favorecer al de aquí”… Son expresiones que se han oído en los últimos meses con frecuencia en múltiples ámbitos domésticos y profesionales. Probablemente no es una opinión mayoritaria, pero se deja notar. Podría existir un sesgo cognitivo en esta apreciación por el shock que produjo el propio anuncio de la salida de la UE, pero es demasiado perceptible que algo se ha roto allí y que las miradas, en algunos casos, no son las mismas. También es justo reconocer que muchos aspectos de supuesta cohesión social se están estirando y rompiendo no solo allí, sino en casi todo el mundo llamado avanzado.

Lo que viene no es sencillo. En el ámbito más individual, muchos de los que vivimos allí o a caballo con la UE continental nos hemos tenido que replantear nuestra situación. A veces, simplemente, porque no nos gustan las barreras o los pasos atrás, aunque otras cosas más sustanciales no cambien. Pero, sobre todo, porque percibimos y comprobamos (aquí en mi faceta de economista) que va a haber un grado de improvisación y desconcierto muy considerable durante los dos años de negociación. Y no va a ser bueno para nadie.

De partida, desde Bruselas se reclamará a Reino Unido que salde sus compromisos con la UE pagando una factura no inferior a 60.000 millones de euros. Y no creo que nada se vaya a mover hasta que se resuelva ese considerable escollo. La UE, además, está abocada a plantear propuestas rígidas y a cambiarlas solo de forma ocasional y lenta, porque su negociador, Barnier, tiene que reflejar el mandato que acuerden todos los socios. Y se nota que a la primera ministra Theresa May –sus palabras de ayer ya lo dejaban ver– sus asesores le están recordando ahora más que nunca que la pretendida salida es un embrollo burocrático de mil demonios y que, incluso si hay un acuerdo, buena parte de la relación con la UE tendrá que mantenerse algún tiempo más allá de 2019. Entre otras cosas, porque las agencias reguladoras y operativas que debe generar Gran Bretaña para abandonar el bloque comunitario se cuentan por decenas y compatibilizan mal con un brexit rápido y limpio.

La cuestión probablemente más sensible, sin embargo, es la de la comunicación. El referendo del brexit o la elección de Trump fueron anuncios. Pero ahora hemos llegado al tiempo de las concreciones. Y los vientos del mercado han cambiado en Estados Unidos y también arrecian ya en el canal de la Mancha. Cada rumor de propuesta o atisbo de acuerdo va a ser examinado muy de cerca por inversores. La especulación con la libra ya ha sido considerable en los últimos meses tras cada chisme o declaración altisonante. Cuanto más orgullo, más prejuicio. Y España, que se juega mucho, debería tener una voz destacada en este delicado juego.

 

Los jóvenes pagan el ajuste

Publicado en El País el 28 de marzo de 2017

http://economia.elpais.com/economia/2017/03/27/actualidad/1490630371_752592.html

La crisis se ha quedado con los jóvenes. Ha atrapado a un par de generaciones con incentivos distorsionados que comprometen su futuro. En la celebración de 60 años del proyecto europeo se nos recuerda que ya son tres generaciones las que han vivido en una Europa sin guerra, un logro muy positivo. Sin embargo, podemos considerar a esas tres generaciones como parte de un experimento social y tratar de responder a la pregunta: ¿Qué sociedad se ha construido en un tiempo de paz prolongada? En muchos casos se han desarrollado economías del bienestar pero, en la mayoría de ellos, no se ha planteado su sostenibilidad a largo plazo. Ahora no puede culparse solo a la crisis.

No es que haya cambiado la forma en que se contribuye y se recibe del Estado, ha aumentado la desigualdad intergeneracional. En España, por ejemplo, el mercado de vivienda se ha desarrollado de forma que mientras que la multipropiedad es un hecho común para los nacidos antes de 1960, el acceso a una sola vivienda es casi una quimera para los que vinieron al mundo treinta años después. Un tercio de los españoles menores de 35 años viven en casa de sus padres. La crisis no ha hecho sino destapar la debilidad relativa de los tramos generacionales. La Encuesta Financiera de las Familias del Banco de España sugiere que la renta de los hogares cuyo cabeza de familia cuenta con menos de 35 años descendió un 22,5% entre 2011 y 2014. La renta de los hogares encabezados por un jubilado aumentó un 11,3% en ese periodo.

El problema no es solo que la estructura de la sociedad de bienestar se haya ido desequilibrando. Es también que su insostenibilidad se prolonga en medio de una ausencia informativa. Que no se haya acometido ya una reforma seria de las pensiones solo puede explicarse por la miopía existente respecto a los problemas de largo plazo o por su escaso rédito electoral. No se quiere decir, por ejemplo, que la pensión media que se cobra hoy en España excede (significativamente) a la contribución media que se ha realizado para obtenerla. Por supuesto, algo tan bueno como el aumento de la esperanza de vida lo explica en buena parte, pero se podría haber previsto mejor. Sin cambios urgentes, esa factura la terminarán pagando los jóvenes a los que, en el mejor de los casos, les afectará el caso contrario. Involuntaria insolidaridad intergeneracional.

Por supuesto, el ajuste no lo pagan solo los jóvenes pero en ellos recae lo más duro del mismo y una tétrica ausencia de perspectivas. La ocupación aumentará pero los salarios seguirán siendo reducidos. Un problema que afecta ya a casi todas las sociedades avanzadas. Y que explica, además, parte de la gran brecha en opiniones políticas con tan solo una generación de por medio. Y no ya en cuestiones de base ideológica sino en otras que comprometen también su futuro. Como en el caso de un Reino Unido con jóvenes europeístas condenados sin embargo al Brexit por el voto de sus mayores. Los jóvenes esperan una sociedad que les devuelva los incentivos. Asisten atónitos a la defensa de los privilegios aún en sectores (estibadores, por ejemplo) mientras que se preguntan quién se preocupa por ellos.

 

Líder inconveniente en el G20

Artículo publicado en El País el 21 de marzo de 2017

El G20 cumple su mayoría de edad herido de creciente irrelevancia. Su utilidad parece quedar ya en la manifestación de síntomas más que en su capacidad propositiva. Una Alemania que puede terminar el año como última referencia internacional de ortodoxia y responsabilidad ha asumido la presidencia del grupo en 2017. La reunión de ministros de finanzas de Baden Baden pretendía ser el revulsivo que desde hace bastante tiempo no ofrece esta institución —si acaso lo hizo alguna vez—, y, sin embargo, culminó con la enésima decepción. Nos cuentan que se pretendía articular un “aquí estamos y no hay lugar para las vueltas atrás que propone Trump” pero la administración estadounidense acabó consiguiendo que ni la condena al proteccionismo ni la ratificación de los acuerdos del clima aparecieran en la declaración final. Doble regusto amargo. Si alguien esperaba el resurgimiento de la política de liderazgos inspiradores, lo que se ha conseguido es reafirmar al inquilino más inconveniente de la Casa Blanca en un momento en el que el barco global navega salvaje. Trump ha asaltado el G20 sin asistir siquiera. Y muy probablemente llegará a la esperada cumbre de Hamburgo de este verano como la referencia, fortalecido por la incapacidad del resto para afearle su irresponsabilidad.

Este regresivo episodio sucede en un momento en el que crece la disensión entre los analistas. En el corto plazo, se aprecia un círculo virtuoso que muchos, sin embargo, prefieren llamar estabilidad frágil o falso normal. Aunque la situación monetaria es muy distinta a ambos lados del Atlántico, el crecimiento económico parece haberse generalizado y algunos de los grandes temores permanecen anestesiados. El “virtuosismo” se explica, al menos en parte, porque varios riesgos permanecen en un aparente letargo. El yuan chino ha dejado de convulsionar, las tensiones energéticas se han frenado y la abundancia monetaria europea se ha convertido en una inmensa alfombra para barrer los escombros de situaciones delicadas como la crisis bancaria italiana. Pero ni los desequilibrios de China están resueltos, ni los mercados energéticos están equilibrados, ni Europa ha ganado en coordinación o resiliencia.

La lectura del gol que Trump ha marcado al G20 puede ser otra. Para preservar este inusitado momento de aparente estabilidad, se quiere evitar cualquier colisión y, por eso, no se ha buscado el conflicto con una administración estadounidense a la que el G20 le importa seguramente poco. Lo que parece ocurrir es que este momento de falsa estabilidad se romperá más pronto que tarde, cuando las amenazas comiencen a ser una realidad. En Estados Unidos los anuncios de decisiones controvertidas se irán materializando. El Brexit llegará con mayor disensión de la esperada entre las partes (y bastante improvisación). Y las frágiles costuras de la recuperación se resentirán sin que haya un entramado institucional protector. Lo que se espera es un episodio más del “sálvese quien pueda”. Desde luego, el G20 no parece que vaya a ofrecer la respuesta.

El nuevo índice del miedo es el oro, que comienza a revalorizarse como ha hecho cada vez que las cosas se han puesto feas. Y las expectativas de resultados empresariales en Estados Unidos también caen. Todo empieza por allí, para bien y para mal. Hoy por hoy, un liderazgo inconveniente.

Suma de esfuerzos

Publicado en Cinco Días el 16 de marzo de 2017

Las fusiones son procesos que tienen que producirse por iniciativa privada, con sinergias demostrables y con garantías competitivas. La de Bankia y BMN es un caso que cumple todos estos requerimientos y, sin embargo, tiene un carácter especial. Su particularidad viene dada por tratarse de dos entidades en las que hay una participación mayoritaria de una entidad pública (FROB) y, por lo tanto, maximizar el valor de los accionistas implica también en este caso optimizar la recuperación de ayudas públicas y el camino de vuelta hacia la privatización. Minimizar el coste para el contribuyente que, aunque ha podido ser considerable, la experiencia histórica sugiere que debe valorarse en una perspectiva de largo plazo, cuando las ayudas hayan sido devueltas y se haya podido revertir a la sociedad todo o una gran parte de las inversiones que se realizaron para evitar males mayores.

He conocido la situación de estas dos entidades de cerca, y en particular de BMN de modo directo durante unos años. Y creo que no es oportuno valorar este proceso de concentración de forma retrospectiva como si se tratara del resultado final de la gestión de ambas antes de la crisis. Creo que debe considerarse, más bien, como un paso más en los esfuerzos realizados para salvar, primero, y relanzar, después, a ambas entidades con una gestión activa y eficiente en los últimos años. El esfuerzo ha sido descomunal en términos de saneamiento de balances, recuperación de activos, adelgazamiento de estructuras y racionalización de servicios. Aunque muchos querrán pensar que se trata de soluciones para banqueros y no sociales, se trata, en realidad, de entidades muy importantes en España, donde trabajan 17.500 personas. Puedo decir que fui testigo de cómo desde los empleados en las oficinas hasta los gestores más centralizados y los ejecutivos, no han tenido tiempos nada sencillos y han tenido que redoblar esfuerzos y hacer numerosos sacrificios, incluso de tipo personal. En todo caso, el proceso de reestructuración no ha terminado del todo, el sector se sigue ajustando hoy en día y aún lo hará durante un tiempo. El cambio en la demanda de servicios financieros en un entorno de elevada deuda, cambio tecnológico y tipos de interés reales negativos, implica la continuidad de la reestructuración, con fusiones o sin ellas.

El Memorando de Entendimiento por la Asistencia Financiera ya fijó objetivos muy exigentes para Bankia y BMN, que estaban plenamente cumplidos en tiempo y forma a finales de 2013, algo que muchos dudaban cuando se impusieron en 2012. Posteriormente, las condiciones de mercado no han sido, en absoluto, sencillas, y la vía de la privatización no ha sido una opción factible la mayor parte del tiempo. Por eso, ahora se buscan otras ventajas que son menos conocidas pero que, definitivamente, serán muy importantes a medio y largo plazo.

Si analizamos las estructuras, la fusión de ambas entidades llega en un momento de convergencia, con similares ratios de empleados por oficina, niveles de eficiencia, tasas de morosidad y coeficientes de solvencia. Los solapamientos no son muy abundantes y la diversificación territorial aumenta de forma muy importante con esta unión.

En estudios recientes, he tenido la oportunidad de revisar y emplear metodologías para explicar cómo calcular economías de escala bancarias en un entorno de negocio bancario complejo como el actual. Recordemos que se trata de estimar si con el aumento de la dimensión se reducen los costes medios, algo muy importante entre las cuestiones que pueden motivar una fusión. Evitando excesivos tecnicismos, en esa metodología se consideran las ventajas de diversificación de riesgo a medida que se aumenta el tamaño del negocio. También se considera la relación entre deuda externa y fondos propios. Esto es importante porque, si no se considerara, implicaría que dos bancos con idéntico activo –pero uno de ellos con más deuda en relación al capital– se considerarían igualmente eficientes a medida que aumenta su dimensión. Si se aplica esta metodología al sector bancario español y se calcula la variación en coste resultante, puede comprobarse que los ahorros potenciales de incrementar el tamaño de una entidad bancaria han aumentado de forma muy importante en España desde la crisis financiera. En particular, para entidades de más de 200.000 millones de euros, un rango en el que caería la fusión entre Bankia y BMN. La reducción de costes puede ser de entre el 12% y el 27%. De nuevo, hay un espacio para la demagogia en la interpretación de estos resultados en la medida en que alguien podría pensar que en estos procesos los ajustes de personal explican parte de esos ahorros. Eso sucedía en el cálculo clásico de estas ventajas de coste. En la actualidad, cuestiones como el acceso al mercado, el coste de la deuda o la diversificación del riesgo explican también buena parte de las ganancias.

Además, hay otro aspecto esencial que no debería olvidarse en el caso de una fusión como la de Bankia y BMN y que ya se ha comprobado en otras jurisdicciones como en Estados Unidos. Con el cambio tecnológico y las presiones competitivas, las instituciones bancarias de mayor tamaño han aprendido también a apreciar el valor de las relaciones con sus clientes en territorios muy específicos en los que cada una de las entidades que forman parte de una fusión contaba con un arraigo muy específico y valorado en determinadas provincias. Ese valor no tiene por qué perderse. La banca relacional ya no es coto exclusivo de las entidades de dimensión reducida y media, porque todas –independientemente del tamaño– han aprendido a valorarla como parte esencial de su negocio minorista.

Trilogía de la contracorriente

Publicado en El País el 14 de marzo de 2017

No se trata de actitudes rupturistas ni de movimientos contraculturales. A veces nos encontramos caminando en dirección opuesta a la mayoría de forma involuntaria. Para bien o para mal. Algo parecido le sucede a la economía española, que no siempre parece encajar en los ritmos y direcciones de su entorno. Ya pasó en tiempo y forma durante los peores episodios de la crisis financiera.

En la edición de situaciones a contracorriente de este año, la economía española destaca en tres capítulos. El primero se refiere al entorno político. Tras vagar casi un año con gobierno en funciones, de cita en cita electoral, parece que ahora ese foco de inestabilidad del que estaba pendiente media Europa se traslada a otras plazas como Holanda, Francia o Alemania, con riesgos de radicalización hacia posturas beligerantes con la moneda única o la inmigración. Pero si finalmente se resolvieran sin excesivos sobresaltos y con gobiernos más o menos moderados —que es posible aunque tal vez es esperar mucho en los tiempos que corren— podremos llegar a un 2018 en el que la UE vaya reconfigurando su núcleo duro y España, sin embargo, vuelva a entrar en fase de inestabilidad. Los pactos o coaliciones que son precisos para avanzar en materia presupuestaria y de reformas en nuestro país no se atisban ni parece que haya prisa desde frente alguno porque así sea.

Todo esto sucede en un momento en el que no vendría mal consenso interno para recuperar algo de iniciativa y presencia en Europa. Una debilidad que persiste y conecta directamente con la segunda de las situaciones de desacople respeto a la posición general europea: la inminente activación de la salida de Reino Unido de la UE. Gran Bretaña se está encontrando con tremendas e inesperadas dificultades para encontrar socios estratégicos internacionales para su andadura en solitario, porque la mayoría de los contactados temen que un nuevo acuerdo comercial con Gran Bretaña ponga en peligro sus relaciones con un mercado mucho mayor como el de la UE. Aunque hace unos meses pareciera imposible, se percibe una cierta calma y posición inicial de fuerza de Bruselas respecto a Londres. Esto puede alargar las negociaciones y hacerlas poco fructíferas si los británicos no ceden. Pero a España esto le pilla con el pie cambiado porque le conviene una estrategia más pragmática y menos beligerante. No olvidemos que nuestro país está entre los que más tiene que perder del bloque con el Brexit si se prolongara la incertidumbre, dadas sus cuantiosas interacciones económicas y financieras con Gran Bretaña, incluido un superávit comercial.

El tercer elemento de involuntaria distinción se refiere al ambiente monetario. El pasado jueves Draghi se mostró optimista respecto a la situación económica y prometió mantener los estímulos pero tal vez ese sea el preludio de un cambio en la guía de anticipación de la política monetaria (forward guidance) que puede producirse a partir del verano. Queda tiempo para ver tipos de interés al alza en la eurozona pero pronto existirá un plazo, lo que hasta ahora ni se planteaba. En países ahorradores como Alemania se espera con cierta ansia. En España, con abultada deuda pública y privada, podría ser el último de los vientos de cola que se retirara.

Incertidumbre en la Fed

Publicado en El País el 7 de marzo de 2017

Vivimos un tiempo muy exigente para los bancos centrales. No está siendo nada sencillo volver desde lo extraordinario a lo convencional. La Reserva Federal de Estados Unidos pretende subir tipos y en el BCE aún ni se plantea. Hay que tener en cuenta que los experimentos monetarios que hemos vivido tienen a veces una duración tal que generan expectativas y costumbres inusitadas entre los consumidores. En Japón, sin ir más lejos, las múltiples y contundentes medidas de estímulo para relanzar la economía han servido de poco para que los jóvenes se animen a gastar, porque se han acostumbrado al ahorro.

A pesar de este clima de excepcionalidad monetaria, resulta fundamental no olvidar un principio esencial en cualquier país que pretenda ser una democracia moderna: la independencia de los bancos centrales. Cuando hay señales de que ésta se quiebra, cabe esperar problemas muy importantes a medio plazo. Sucedió en el pasado, por ejemplo, en Argentina. Y en el mundo actual de los populismos de toda índole, tenemos que escuchar casi a diario opiniones sobre lo necesario que es vulnerar o ignorar esa independencia.

Recientemente, en Estados Unidos, se ha podido observar una de esas señales reveladoras de injerencia. La Junta de Gobernadores de la Fed —que decide los designios de la política monetaria— está formada por siete miembros. Uno de ellos, Daniel Tarullo, referencia en tareas de supervisión, ha anunciado que dejará su puesto de forma anticipada en abril, después de que Trump afirmara que pretende eliminar múltiples aspectos de la ley Dodd-Frank, la regulación financiera que se aprobó como respuesta a la crisis. Con esta vacante, ya son tres las que el presidente estadounidense podrá nombrar. Y en 2020 habrá una cuarta, lo que otorgaría mayoría en la junta. La complicación no acaba ahí. Los miembros de la Junta son elegidos para 14 años pero la presidencia y vicepresidencia de la Fed tienen un mandato de cuatro años que normalmente se prolonga otros cuatro. Esa reelección toca a principios de 2018 y no está claro que Trump quiera que Yellen y Fisher continúen en tales puestos, a pesar de que es lo habitual. Podría darse la tensa y extraña circunstancia de que permanecieran como miembros de la junta (donde nadie les puede echar hasta el final de su período de 14 años) pero tuvieran que dejar de dirigir la institución.

Para las vacantes —e incluso como supuestos reemplazos de Yellen y Fisher— suenan nombres con cierto prestigio académico y del mundo financiero. Pero también se habla de otros con claras vinculaciones políticas a administraciones republicanas. En general, parece haber una preferencia por gestores del mundo de los negocios. Y el perfil predominante es el de halcón. Pero la paradoja es que se trata de aves que, adiestradas, vuelven a la mano de su dueño. Ahora que se habla de subidas de tipos, es posible que la senda esperada se interrumpa o que sus tiempos cambien según las necesidades de Trump, que se encuentra en una situación sin precedente de poder renovar la mayoría de cargos en la Fed en un año. La referencia mundial de independencia monetaria parece estar en cuestión.