Lecciones del caso Uber

Publicado en El País el 26 de septiembre de 2017

La revolución tecnológica digital puede ser la primera que venga históricamente impulsada por un aire de democratización. No sin pegas. La economía colaborativa abre un universo de posibilidades para acceder a servicios acabando con el poder de monopolio de ciertos colectivos , pero el ajuste no es simple. Las posibilidades ligadas a esta economía tal vez se han exagerado, en la medida en que en ocasiones se ha asegurado que algunos servicios serían gratuitos cuando, en realidad, una vez y otra se demuestra que nada es gratis.

Como indica el propio concepto, las ventajas surgen de compartir recursos en torno a tecnologías de la información: la producción, el conocimiento e, incluso, la financiación. Un caso conocido es el de Uber. Su reciente prohibición (preliminar y sujeta a recurso) en Londres —debido a problemas de seguridad y de control— ha reabierto una polémica que había llegado a ser muy agria e, incluso, violenta. Este revés para Uber —empresa que ya había estado en las noticias por una importante crisis de carácter corporativo en el último año— ha ocurrido además en Londres, símbolo de la globalización y liberalización donde, sin embargo, el sector del taxi tradicional es uno de los más poderosos de Europa.

No faltan argumentos a favor y en contra de esta clase de nuevos operadores en el transporte público y en otros servicios. Parece obvio que empresas como Uber suponen una pérdida de rentas para los titulares de licencia de taxi que, en algunos casos, han excedido la naturaleza de esa concesión. El resultado es que esas licencias aumentaron su valor de forma desproporcionada y ahora parece lógico que resulte un drama para muchos taxistas enfrentarse a la caída abrupta del valor. No es la primera vez en la historia que un cambio tecnológico genera una disrupción sectorial con un importante ajuste en las rentas.

Tampoco faltan argumentos legítimos para los taxistas. Ellos deben superar determinadas pruebas de conocimientos y de idoneidad para el puesto. Sus taxis deben cumplir ciertos requisitos de calidad y de aseguramiento. Pero ninguna de estas cuestiones parece insalvable para los nuevos competidores.

Puesto que los clientes de Uber evalúan y puntúan a los conductores, estos también se ven sujetos a escrutinio. Cierto es que las reseñas de los consumidores imponen unos estándares más laxos, en particular sobre cuestiones de difícil observación por los clientes: condiciones laborales, estándares de información sobre rutas, facturaciones o seguros de responsabilidad, todas ellas cuestiones críticas en el proceso abierto en la capital británica.

Por otro lado, si Uber y plataformas similares no ofrecieran ventajas no serían los preferidos de muchos usuarios, ni generarían medio millón de firmas en su defensa en 24 horas, como ha sucedido en Londres. Una regulación homogénea puede ser ineficiente si elimina las ventajas de los nuevos canales. Pero una deficiente regulación puede acabar siendo un problema en términos de seguridad y protección del consumidor.

Al Brexit por Florencia

Publicado en El País el 19 de septiembre de 2017

Con la cabeza metida en la melé catalana y el sinfín de derivaciones que propicia, parece que otras cuestiones de especial trascendencia económica, en particular las internacionales, ocupan un lugar secundario. Una camisa de fuerza doméstica para un mundo que ya anda desquiciado. El Brexit, uno de los principales elementos desestabilizadores en la esfera europea, puede tomar pronto un rumbo más claro del que ha carecido hasta ahora, cuando Theresa May pronuncie este viernes en Florencia un discurso tan esperado como misterioso.

Como en tantas ocasiones, la lógica económica podría imponerse y la propuesta británica parece girar hacia una versión light de la salida de la UE. Al menos, esa es la impresión, aunque las dudas no desaparecen. Es preciso tener en cuenta que tras las esperadas palabras en la bella ciudad italiana, Theresa May tendrá que buscar el refrendo de su partido en el congreso anual que los conservadores celebrarán en Manchester a principios de octubre. Sus correligionarios aún podrían instarle a defender la versión más dura del Brexit, aunque hay crecientes dificultades para esa posición.

Los datos económicos empiezan a ser preocupantes. El nuevo y desolador paradigma de la economía post-crisis: el 75,5% de la población activa británica trabaja —el dato más elevado desde que empezó a ofrecerse esta estadística en 1971—, pero los salarios siguen en permanente depresión. No es que esto tenga que ver necesariamente con el Brexit, pero los empresarios saben que no lo va a poner mejor. Y han presionado enormemente para que sus quejas resuenen en el pabellón auditivo de los mandatarios de las islas.

Ha llegado un momento en que resulta tan evidente que un Brexit duro sería nefasto para la economía británica que su gobierno no sabe cómo dar la vuelta sin hacer demasiado el ridículo. Desde la UE no se ha perdido la vez y se insta sin complejos a Theresa May —como hizo Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo la semana pasada— a reconocer que la salida de la UE hace bastante más daño a Reino Unido que a los socios comunitarios.

El baño de la realidad económica escuece como el jabón en los ojos de un niño en el partido conservador. El responsable de Asuntos Exteriores, el excéntrico Boris Johnson, se ha despachado contra la vía supuestamente blanda del Brexit. Esa vía ha sido defendida, principalmente, por el ministro de Hacienda, Philip Hammond, quien la semana pasada aseguró que existe consenso al máximo nivel en el Gobierno británico para que se opte por un Brexit suave que incluiría el mantenimiento del actual statu quo con la UE dos o tres años más allá de 2019. Esa transición permitiría que Reino Unido completara el calendario de pagos comprometido con sus actuales socios comunitarios y una negociación más sosegada del nuevo entorno de colaboración. En ese ambiente de relajación, sería más probable que el Brexit acabara tornando en algo muy parecido a las relaciones actuales entre las dos partes. Pero es pronto para decirlo en un mundo donde la política está instalada en el histrionismo.

 

El rescate bancario

Publicado en El País el 12 de septiembre de 2017

La semana pasada el Banco de España estimó, con datos a 31 de diciembre de 2016, que 40.078 millones de euros del rescate bancario serían irrecuperables. No se trata de una cifra cerrada porque el importe depende de operaciones que tardarán algún tiempo en materializarse. Es mucho dinero. Innegable la desazón que produce semejante gasto. Demagógico fue decir que podría recuperarse todo o la mayor parte. Y también lo es la utilización que se hace del rescate para explicar demasiadas cosas, para abarcar todos los males.

Hablar de mucho o poco es demasiado frívolo, pero los números de la crisis financiera en España hay que ponerlos en perspectiva, así como las causas y consecuencias. Muchos economistas se han afanado en el capítulo de identificación de factores determinantes del desastre con no poco éxito, pero los de las consecuencias y las soluciones parecen aún bastante abiertos.

Antes de esta horrenda Gran Recesión, se hablaba de cinco grandes crisis de la segunda mitad del siglo XX. Junto a las de Noruega, Finlandia, Suecia y Japón a finales de la década de 1980 y principios de la de 1990, aparecía la española de 1977. Aquellas experiencias tuvieron duración e impacto desigual. Las pérdidas netas de la de España se llevaron por delante el 16,8% del PIB. Sin embargo, la gestión de la sueca se consideró un éxito porque “solo” costó un 4% del PIB. Este último sería el porcentaje que se estaría manejando como irrecuperable para la crisis financiera española de 2008-2014 ¿Un éxito? Nunca puede serlo. 30 años después deberíamos haber aprendido a prevenir estos acontecimientos o, cuando menos, a identificarlos y atajarlos a tiempo. La tardanza en el reconocimiento del problema de solvencia ha sido uno de los grandes desaciertos históricos en nuestro país.

Según el recuento oficial de la Comisión Europea (en su State Aid Scoreboard), España invirtió 61.853 millones. Pero antes de que aquí se actuara ya se habían emprendido recapitalizaciones de 64.173 millones de euros en Alemania, de 62.780 en Irlanda o de 100.140 en Reino Unido. Las ayudas en forma de garantías de algunos países europeos duplican y, en algunos casos, triplican, a las aportadas en nuestro país. ¿Éxito español? Para nada. Aun así, el problema de los activos inmobiliarios deteriorados fue generalizado pero tan sólo un grupo relativamente reducido de entidades precisó ayudas públicas. Hoy los bancos españoles están recuperando su posición de liderazgo internacional.

Lo que no parece acertado es culpar de la austeridad presupuestaria exclusivamente al rescate bancario. Tampoco puede decirse que, sin ese rescate, hoy estaríamos como antes de la crisis. Sugiero dos escenarios alternativos. En uno, sin el rescate de algunas entidades en 2012, numerosos depositantes españoles habrían perdido sus ahorros sin remisión. En el otro, si a principios de década hubieran estado vigentes las normas europeas actuales, los tenedores de preferentes y deuda subordinada habrían tenido fuertes pérdidas y el marco de resolución comunitario sería la única referencia legal. Nunca sabremos si ese marco —de haber estado en vigor entonces— habría obligado a las autoridades españolas a reaccionar con mayor prontitud. Véase el caso de Italia.

Estacional pero sintomático

Publicado en El País el 5 de septiembre de 2017

Los resfriados de finales de agosto y principios de septiembre son cosa de los cambios súbitos de temperatura. Tras seis meses de reducción del paro registrado, en agosto ha llegado el catarro habitual: 46.400 personas registradas más en las oficinas de los Servicios Públicos de Empleo Estatal (SEPE). No es un agosto atípico —siempre es un mal mes por el fin de los contratos temporales de verano— pero sí que es sintomático de lo que siempre ha pasado en España y muestra la debilidad de una parte importante del empleo creado.

En términos interanuales, continúa el ritmo neto de creación de puestos de trabajo. A finales de agosto había 609.849 afiliados a la Seguridad Social más que el año anterior. Pero aún abrumados por el desplome del edificio laboral durante la crisis —a medio reconstruir— es razonable preocuparse por la estabilidad del empleo en España. No vamos a descubrir esa realidad con el análisis del paro mes a mes, uno de los deportes habituales del análisis coyuntural. Desestacionalizado, el paro subió en agosto en 11.437 personas. A finales de septiembre, con la vuelta a la actividad en otros sectores menos presentes en verano (industria, construcción) la historia será (como suele ser) más positiva. Pero la estructura no habrá cambiado en dos meses.

Junto a las intrahistorias de análisis coyuntural presuroso, las preguntas más estructurales son tres: ¿Estamos avanzando? ¿Lo hacemos sobre bases sólidas? ¿Lo hacemos con mejores condiciones laborales? La respuesta a la primera pregunta es afirmativa porque los números son los que son. En cuanto a la segunda y la tercera, contestar en más complicado.

La estructura de las instituciones laborales tiene que ver mucho con las reformas y creo firmemente que la emprendida para el mercado de trabajo en España era necesaria, aunque parece insuficiente. Aporta parte de la flexibilidad (adjetivo fácilmente manipulable en este contexto) que se precisaba. Emmanuel Macron ahora trata de realizar cambios similares en una Francia, donde la rigidez y las condiciones de resolución de los contratos laborales son insostenibles. Pero en Francia hay menos problemas (que los hay) de ajuste entre formación y empleo que en España. Las políticas activas, el reciclaje y el reajuste siguen siendo asignaturas pendientes en nuestro país, suspensas en varias reválidas. Por no hablar de la educación.

Los salarios tampoco son mejores que antes de la crisis. Esto se debe, en parte, a un ajuste necesario a la productividad. Creo que los salarios pueden crecer en muchos sectores pero la linealidad y ubicuidad de las subidas sería un error. Productividad e incentivos deben ser dos cuestiones que calen aún mucho en los contratos. Y las empresas —algunas con grandes beneficios— también deben hacer girar su discurso hacia un compromiso sincero en este sentido. Si la productividad acompaña, debe notarse en los sueldos.

El mercado de trabajo en España es algo más firme que hace unos años pero no está claro aún que haya dejado de ser un castillo de naipes cuando vengan mal dadas.