El enésimo intento de implantar una mala idea

Publicado en Cinco Días el 27 de septiembre de 2018

Vuelven de nuevo las propuestas y rumores sobre la posible implantación de un impuesto a las transacciones financieras. Desde 2011, varios países –­que han quedado en una decena con apoyo variable en intensidad dependiendo del Ejecutivo que haya pasado por algunos de ellos– vienen tratando de cerrar un acuerdo para establecerlo de forma coordinada. Esto es importante porque la coordinación es un criterio esencial de eficiencia de este tipo de acciones. En la arquitectura financiera global la apertura de los mercados de capitales hace que si la presión impositiva muestra diferencias significativas, se multipliquen las posibilidades de arbitraje regulatorio: de forma casi natural, si se impone un sobrecoste de este tipo, los flujos se reconcentrarán en otros puntos geográficos con un tratamiento más conveniente para los contratantes. Claro que la fiscalidad no es el único criterio para determinar la localización de los mercados, pero es uno muy importante.
Merece la pena volver la vista atrás porque son ya casi 50 años de cierta perversión conceptual de la idea originaria de James Tobin. Su mal llamada tasa se pensó tras irse el sistema de Bretton Woods al garete en 1971. Y en aquel momento se trataba de una propuesta para establecer una imposición mínima sobre las operaciones que implicaban un cambio de divisa, para frenar la especulación a corto plazo con tipos de cambio. Aquello se parece como el huevo a la castaña a lo que se propone hoy.

En los mercados financieros, los distintos emisores, negociadores y tenedores de títulos ya afrontan una colección de impuestos importante en cada jurisdicción. En la UE, bajo el dudosamente eficiente ánimo de que los mercados financieros devuelvan a la sociedad parte de lo que se perdió con la crisis, se sigue observando un empeño en actuar como Robin Hood. España se reafirma ahora, tras cierto tiempo sin demasiado empeño en ello, entre el grupo de proponentes. Pero cabe preguntarse si se está mirando exactamente donde se debe. El desarrollo que han adquirido los mercados y los operadores llamados de banca en la sombra puede requerir cosas más importantes que lanzar un impuesto especial a las transacciones. Es preciso evaluar hasta qué punto se están controlando los riesgos en estos mercados. A los temores sobre los de derivados –cuya supervisión se ha mejorado solo parcialmente– y de otros productos estructurados, se une ahora la operativa con renta fija. La acumulación de títulos de deuda debería ser un objeto de estudio profundo mucho más importante que el propósito redistributivo.

En la UE ya se ha intentado muchas veces activar este impuesto. Cada vez se tropieza con una piedra distinta. Guijarros de realidad. En 2011 hubo un proyecto para el conjunto de la UE en el que se estimó una posible recaudación conjunta de 57.000 millones de euros. Ahora quedan apenas una decena de países que intentan mantener el proyecto a flote: Austria, Alemania, Francia, Bélgica, España, Grecia, Italia, Portugal, Eslovaquia y Eslovenia. Mientras en España se habla de este proyecto como uno de los principales del actual Ejecutivo, hace tan solo un par de semanas que el ministro de Finanzas austriaco, Hartwig Loeger –que actúa como coordinador–, señalaba que se estaba caminando en la dirección errónea. Se trataba de una aproximación eufemística al previsible fracaso de la iniciativa. Con la reducción del número de proponentes, la estimación de recaudación también ha menguado considerablemente (19.600 millones en el conjunto de estos países). Además, algunos ya no muestran el entusiasmo inicial y otros abiertamente expresan sus dudas. Aún no hemos hablado de eficiencia recaudatoria y ya hay fugas en el casco del barco impositivo que se quiere fletar.

Para complicar más las cosas, no puede olvidarse el papel de Reino Unido. Fuera de la UE y del grupo de países que sugieren coordinar el impuesto se genera una posibilidad de introducir elementos de competitividad financiera en el panorama del brexit. Ahora que el resto de la UE parece recuperar protagonismo como plaza financiera (con Fráncfort y París en posición destacada) no parece que tenga mucho sentido estrenarse en el entorno posbrexit con un impuesto que recuperaría atractivo para la City londinense. Cierto es que en el país británico hay un impuesto de naturaleza similar pero con mucho menos alcance. Se habla ahora de mantener el impuesto para las operaciones que tengan cualquier contrapartida británica pero eso tampoco sería solución ni frenaría la canalización de inversiones a otras jurisdicciones y, finalmente, hacia Reino Unido.

A la ineficiencia posible del impuesto por motivos de deslocalización o arbitraje se le añaden las que se refieren al impacto económico. La recaudación sería menguante conforme los operadores reac­cionaran pero, además, se penalizaría el desarrollo de los mercados de capitales en una UE que lleva tiempo intentando consolidar la unión del suyo. Y ese mercado único de capitales lleva retraso y no pocos problemas para hacerlo operativo. Bautizarlo con este impuesto podría ser un mal comienzo.

Por otro lado, resulta ocioso considerar de forma seria la posible puesta en funcionamiento de un impuesto a las transacciones financieras si no hay un proyecto firme sobre la mesa que evaluar. Distintos Gobiernos en distintos países (en España también) ratifican su compromiso pero la forma y la impresión en blanco y negro aún no parece cercanas. También habría que considerar que esta no es una iniciativa inédita. Ya hay experiencias de impuestos a transacciones financieras de muy distinta naturaleza, pero que tienen en común el haber causado un efecto neto significativamente negativo en la economía. Este es el caso de Latinoamérica, donde países como Argentina, México, Colombia, Perú o Venezuela establecieron imposiciones de este tipo y acabaron perdiendo base recaudatoria y reduciendo el necesario apalancamiento financiero que impulsa la inversión. Quizás falta más reflexión y coordinación. Pero, sobre todo, falta justificación.

Brexit: avisados quedan

Publicado en El País el 25 de septiembre de 2018

Malas semanas en la política española y europea. Se siguen pautas oportunistas, sin afrontar la realidad. Sin hacer suficiente pedagogía a los ciudadanos, que afrontan retos económicos y sociales de calado en un contexto de desaceleración e incertidumbre. Los últimos acontecimientos del Brexit son un claro ejemplo. Todo surgió del caprichoso referéndum llevado a cabo en el Reino Unido. No se llora sobre la leche derramada, pero para ser una votación en la que no se cumplieron los supuestos preestablecidos —teóricamente era no vinculante—, no se fijó mayoría cualificada de entrada y se logró un resultado ajustado, está generando enormes quebraderos de cabeza. Puede dar al traste con los sueños europeos de futuras generaciones.

He vivido tiempo en Gran Bretaña y, como tantos otros, creo que el Brexit es un error en el que ese país pierde más. Pero una cosa es contar con más razón y otra es utilizarla inadecuadamente con el que tiene menos. A pesar de las potenciales consecuencias económicas —muy negativas—, el compromiso no parece ser una prioridad política. La semana pasada, en la cumbre de Salzburgo, la Unión Europea ventiló con cajas destempladas el plan de Theresa May, presentado originalmente en julio en su residencia de Chequers. Desde Bruselas quizás se piense que escarmentar al país británico es un mensaje contundente para todos los antieuropeístas. Pero no deben olvidar que será finalmente la Cámara de los Comunes la que refrende el acuerdo. Y allí, los que lo instigaron buscarán una ruptura abrupta con la UE.

Hace un año pudimos ver desgraciadamente en nuestro país una evidencia útil para el Brexit: si a las empresas se les pone en el precipicio se terminan marchando (desordenadamente). Por no mencionar la reacción de depositantes e inversores ante la inestabilidad jurídica. Avisados quedamos todos y esperemos que Bruselas tome nota.

El Brexit dará lugar a una Gran Bretaña menos rica. Theresa May es consciente. Para cumplir con el mandato del referéndum ha logrado astutamente quitar de la ecuación a los más molestos defensores del Brexit duro. El plan de Chequers contiene cuestiones razonables para la UE, incluido permanecer alineados en el mercado de bienes. No se debe menospreciar a Reino Unido, un país dinámico que ha sido receptor de abundante emigración europea cuando los países del Sur de Europa más lo necesitaban. No se le escuchó en esos momentos. Ahora le ocurre a otros países. Es mejor revisar los puntos de presión migratoria juntos que separados.

Por último, me preocupa la falta de una estrategia clara de nuestro país en este asunto desde 2016. Es uno de los que más se juega (quizá el que más): por la sustancial presencia de nuestros bancos y empresas allí, por nuestra favorable balanza comercial y por los efectos en circulación y residencia de ciudadanos. Aquí ni se ha nombrado un comisionado especial como otros han hecho que denominan Mr Brexit. Sacar siempre Gibraltar a relucir no es la mejor estrategia porque no es el punto más importante ahora, ni el más urgente. Lo dicho, malos tiempos para la lírica… y la política.

La banca diez años después

Publicado en El País el 18 de septiembre de 2018

Tras la caída de Lehman hubo una primera crisis que fue de clases. No de aburguesamiento sino de recepción de la información. Una sensación de apocalipsis entre los inversores que los ciudadanos aún no sentían. De Wall Street a la City los gestores, traders y analistas sabían que existía un riesgo de que el mundo financiero se desmoronara. Deshicieron sus posiciones inversoras y diversificaron sus depósitos. Cuando en muchos países se rescataron grandes bancos, surgió la primera copla de la crisis: “Se da el dinero a los bancos que bien habría venido a otros”. Esa música es casi cultura popular pero encierra cierto desconocimiento. Cuando se rescató a los bancos —algo que ya es hoy mucho más difícil que ocurra— se preservó buena parte del ahorro y se evitó un tenebroso pánico.

Para un ciudadano representativo, la banca es un ente indisoluble. Un concepto grueso donde no caben matices y la considera una “mimada” de las finanzas públicas. Una década después hay a quien Lehman no le resulta muy distinto de cualquier otro banco, no importa su orientación minorista o mayorista, de banca de inversión o comercial. Es cierto que se vendieron productos inadecuados a muchos clientes. Unos inconscientes del riesgo; otros más informados pero convenientemente subidos al carro de la indignación. En países como España, esa polémica por las pérdidas de productos de ahorro es importante pero ínfima en comparación al cataclismo inmobiliario y sus herencias sociales y patrimoniales. Entidades financieras que poco tenían que ver con Lehman pero quedaron al desnudo en medio del tirón de la manta mundial. La reacción regulatoria fue descomunal. Los bancos ahora necesitan un ejército para lidiar con el cumplimiento normativo.

Otra copla que se repite es la de que “siguen los mismos en banca”. Pero han cambiado multitud de bancos y gestores. Y algunos de los que están, de hecho, han aportado la tranquilidad necesaria para retomar una senda de estabilidad financiera. En España, con cierto retraso, el temor fue tal que se hizo necesaria una “transparencia aumentada” que, finalmente, ha sido un “striptease” completo de los riesgos del sector. En algunos casos, cuando se han detectado irregularidades, el FROB los ha enviado a los tribunales.

Frecuentemente se discute si la regulación es mucha o poca. Lo importante, en mi opinión, es que sea acertada y regule funciones en lugar de instituciones. Por dos motivos principalmente. Primero, si se centra exclusivamente en los bancos puede propiciar una desviación de la incertidumbre a sectores no regulados (está sucediendo con los malos resultados con el peer-to-peer lending —préstamos online entre proveedores no oficiales— en otras jurisdicciones) porque el riesgo no es sólo cosa de oferta, sino también de demanda. El segundo motivo es que una regulación orientada de forma errónea hacia “esa banca que se quiere castigar” puede generar un sistema menos competitivo en algunos segmentos de negocio y una acumulación de riesgos fuera del perímetro vigilado más intensamente por el supervisor. Diez años después, buena parte del riesgo se va de la banca pero los ojos continúan demasiado encima de ella.

Lehman y Europa

Publicado en El País el 11 de septiembre de 2018

Nada hubo más aparentemente estadounidense en la crisis bancaria internacional que la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Y nada hubo más europeo que sus consecuencias. Fue un yoyó que se alargó por el Atlántico para golpear el rostro del sistema financiero de la UE con rescates de diversas instituciones financieras que se dieron, principalmente, durante el año siguiente. Pero eso fue sólo una primera entrada en la hondonada. Cuando Estados Unidos había recogido bien el hilo —iniciando una recuperación económica prolongada que hoy bate récords—, el yoyó volvió a golpear a Europa de 2010 a 2012, cuando se descubrió una de las realidades más tristes e inabordables de la economía global del siglo XXI: la deuda pública es aceptable allá donde se piensa que siempre se pagará (desde Alaska hasta Florida) y da miedo allá donde unos no quieren responder por otros (entre Cádiz y Upsala).

Hay lecciones de la crisis aprendidas. Otros resultados son inquietantes. Tenemos bancos más solventes, pero no un sistema financiero necesariamente más seguro. Esto no significa que la próxima crisis esté a la vuelta de la esquina pero sí que hay riesgos persistentes. Las turbulencias vividas han supuesto tanto control y prudencia en la industria bancaria europea que se ha reducido la interconexión que otrora se defendía como elemento esencial de integración financiera. Si tomamos los bancos alemanes, españoles, franceses, italianos y holandeses en conjunto, la exposición inversora de los de cada país a los otros se ha reducido en 1,5 billones de euros entre 2008 y 2018, según los datos del Banco de Pagos Internacionales. Entonces curiosamente la UE avanzaba hacia un sistema financiero integrado sin mecanismos de protección común y ahora que estos se están creando —con la unión bancaria— la desconfianza mutua parece mayor a la hora de estas inversiones cruzadas.

Mientras Europa debate estérilmente con frecuencia, el dólar sigue siendo el oráculo de los mercados. Respecto a la divisa estadounidense se da una paradoja de complicada digestión: durante la gran expansión cuantitativa, la liquidez oficial en billetes norteamericanos inundó los mercados emergentes, que casi no se enteraron de la crisis y obligaron a quitarle ese apellido tan manido de global. Pero ahora que el experimento terminó y suben los tipos de interés en EE UU, faltan dólares en los emergentes. Aunque buena parte de la moneda americana está fuera de EE UU, se mueve a una velocidad pasmosa y abandona los territorios donde la disciplina fiscal es dudosa (dolor que se siente en Argentina). El euro, sin embargo, sigue en la edad del pavo, poderoso en su territorio y aún adolescente en la escena internacional.

En definitiva, 10 años después de Lehman tenemos entidades financieras más seguras pero un sistema financiero que mantiene signos de inestabilidad. Hay menos apalancamiento en los bancos pero más en los gobiernos y en algunos fondos de inversión. Como si fuera energía, el riesgo se transforma pero no se destruye. El objetivo es estar en la parte buena de la historia pero Europa está en el limbo.

Turismo bien avenido

Publicado en El País el 4 de septiembre de 2018

En todas las industrias se puede morir de éxito si se pretende batir récords año tras año. Diez millones de turistas son muchos. Son los extranjeros que visitaron España en julio. Siendo una buena cifra, supone un descenso respecto al mismo mes del año anterior del 4,9%. Sabemos por datos anteriores que los residentes están compensando en alguna medida (aunque cada vez menos) esta caída. No se trata de apostar por pocos visitantes, pero sí por que los que vengan sean bien avenidos (más gasto, gusto y duración de la estancia).

Aunque el descenso del turismo foráneo implicó una bajada del 0,9% del gasto total, el gasto medio diario ha aumentado un 9,5% y el gasto medio por turista, un 4,2%. Estas son mejores noticias para un número importante de territorios que desean mayor sostenibilidad y calidad, dejando atrás experiencias etílicas non stop y despedidas de soltero para olvidar. Se trata de una industria estratégica nacional, pero con responsabilidades a todos los niveles territoriales. En muchos lugares se están poniendo las pilas para cambiar desparrame por disfrute equilibrado. No es cuestión de elitismo, sino de integrar el turismo en las ciudades en lugar de desgarrarlas y desgastarlas.

En la parte del descenso de visitantes sufren los tres principales destinos, pero algunos más que otros: en Baleares y Andalucía caen un 2,2% y en Cataluña un 6,7%. Es pronto para hacer una lectura política de las variaciones relativas, pero hay tendencias que conviene vigilar. Por otro lado, las incertidumbres del Brexit siguen temiéndose —más aún con la amenaza velada, aunque aún parezca improbable, de que no haya acuerdo—, pero el turismo británico cae menos que otros. Un 5,6% en julio, comparado con el descenso del 11,4% de Francia o del 6,2% de Alemania. En este punto, otra buena noticia relativa para el reequilibrio y mayor gasto es que aumenta la llegada de estadounidenses (un 12,7%).

La diversificación —que suele ser buena en todos los sectores y también en el turístico— también se extiende a las vías de entrada. Aunque descienden avión y ferrocarril, aumenta un 22% por puerto.

No está claro que el cambio de los alquileres vacacionales a través de plataformas web esté siendo clave en estas transformaciones. El turista es hoy otro. Los costes de búsqueda y transacción se han reducido de forma significativa en los últimos años en este y otros servicios. Más del 70% de los visitantes llegan sin paquete contratado y ha disminuido la entrada tanto en turismo de mercado (hoteles y alquileres) como de no mercado (estancias con amigos o familiares).

Lo que prima, si se persigue la calidad, es que sea cuál sea la forma de contratar, viajar y pernoctar se haga con garantías contractuales y con las exigencias fiscales precisas. No solo para crear un campo de juego competitivo en condiciones de igualdad, sino para garantizar que no cambiamos un deterioro (turismo de baja calidad) por otro (mal servicio). Con intención o sin ella, tal vez no venga mal un cierto reequilibrio, aunque es otra nota que apunta hacia cierta pérdida de fuelle en el crecimiento económico.