Presupuestos 2021: moscas y cañonazos

Publicado en El País el 29 de octubre de 2020

La propuesta de Presupuestos Generales del Estado aprobada por el Consejo de Ministros el martes presenta algunas medidas expansivas en gasto, pero con poco recorrido en productividad y de dudosa contribución a un potente sistema de incentivos. No son tampoco unos presupuestos reformistas. En un momento en el que prácticamente todos los españoles se ven afectados por un shock de demanda y oferta sin precedentes -que se ha convertido ya en una crisis duradera- la motivación de los presupuestos es, según se declaró el martes, la “justicia social”. Vaya por delante que la equidad siempre debe ser uno de los principios inspiradores de las cuentas públicas, porque son el principal instrumento redistributivo del ejecutivo. Sin embargo, entre las medidas “estrella” hay subidas del impuesto de sociedades y de renta y patrimonio con escaso impacto previsible en los ingresos fiscales en una situación de franca recesión. También se aprobaron las “tasas “Google” y de transacciones financieras,  junto a otras subidas de impuestos (como el IVA de bebidas azucaradas e imposición medioambiental) con gran incertidumbre su capacidad real de recaudación. Otra medida polémica ha sido la intervención en los precios del mercado de alquiler, que probablemente solamente generará aún más distorsiones en ese segmento. La solución pasa por un aumento del parque de casas de alquiler, impulsada por una política de vivienda potente. Para poder evaluar todas estas medidas, conviene ponerse en antecedentes y proyectar hacia dónde vamos. El contexto, más que nunca, debería iluminar los presupuestos.

            En cuanto a la situación de la que se parte, una referencia básica para la proyección presupuestarias es el cuadro macroeconómico. Las previsiones del gobierno siguen apostando a que la recuperación se acelere el último tramo del año y que en 2021 el PIB aumente un 9,8%. Parte de ese impulso se basa en el Plan de Recuperación que se nutrirá de fondos europeos. Claro está que la mayor parte de las previsiones de otros organismos e institutos apunta a una secuencia similar (con diferencias en cifras, pero tendencias similares). Pero el problema está en hasta qué punto convendría haber sido algo más cautos porque la situación dramática de la pandemia amenaza con retrasar esa recuperación y hacerla menos abultada, al menos el próximo año. En todo caso, pecar de falta de valentía puede ser también un problema -es necesario el gasto público- pero habrá que tener un plan B. Y, sobre todo, centrarse en la gestión del combate sanitario de forma más coordinada. Gastar en medio de un sistema excesivamente descentralizado en una pandemia puede reducir el impacto de cualquier partida.

            Hay confusión sobre si se va solicitar pronto la parte de los fondos de recuperación europeos en forma de créditos. Se anunció que inicialmente se emplearían solamente las ayudas que llegan a fondo perdido. Pero los últimos rumores apuntan al uso de los créditos también. Estos titubeos no ayudan. Por otro lado, en tiempos como los actuales era obligado subir las partidas dedicadas a investigación y sanidad. Y también son bienvenidos los aumentos de fondos para modernizar la formación profesional. Pero el giro tiene que ser mayor y más constante. Seguimos lejos y hay que tener en cuenta que, además de gastar, hay que tener una política firme de I+D, con una orientación reformista y en el marco de un plan de digitalización y modernización productiva que se echa de menos. Y qué decir de las políticas sanitarias. Vivimos tiempos en los que se constata una descoordinación importante y para dar efectividad a los fondos, eso tiene que mejorar.

            Entre las medidas que resultan difíciles de entender en términos de incentivos y de sostenibilidad de la economía del bienestar hay algunas especialmente llamativas. Yo mismo soy funcionario público y me produce cierta perplejidad que a aquéllos que tenemos menos incertidumbre sobre nuestro puesto de trabajo no se nos pida sacrificios en un momento en el que buena parte de los ciudadanos cuyo sustento depende del sector privado están pasando por una situación muy difícil. Aunque los funcionarios perdieron poder adquisitivo en la anterior crisis, el momento de recuperarlo no es en medio de esta terrible pandemia. Tampoco se entiende el empecinamiento en subir las pensiones, incluso por encima del IPC en algunos casos, en este momento. Y, en general, sin un sistema sostenible de prestaciones para la jubilación porque las últimos acuerdos en el marco del Pacto de Toledo no cambian significativamente los problemas financieros del sistema público de pensiones. La principal novedad destacable en los presupuestos es la creación de un fondo público de pensiones colectivo para elevar el nivel de cobertura de la previsión social complementaria en nuestro país, principalmente entre el colectivo de pymes y autónomos. En todo caso, no se entiende por qué se retiran incentivos a las pensiones privadas, cuando cualquier incentivo es poco en un país como España, con una población que envejece a todo trapo. 

            No es un problema solamente de este Ejecutivo, puesto que ha habido en pasado pactos políticos transversales que han avalado políticas no sostenibles. Parece que nuestro país apuesta por sacar soluciones para cada sistema (pensiones, prestaciones) fuera de ellos. El resultado es que a corto plazo la clase media paga el coste. Y mengua. Y a largo plazo se rompe el contrato intergeneracional porque los que más contribuyen hoy no tendrán mañana.

            Demasiadas sensibilidades y posibilidades de pacto han desembocado en unos presupuestos sin un rumbo firme en los últimos años. Han obligado a tirar cañonazos mientras que las moscas siguen ahí y crecen y crecen hasta hacerse plaga. Lo que España hubiera necesitado como el aire hubieran sido unos presupuestos de consenso sobre tres pilares. El primero, la asunción de la mayoría del espectro político de que es un momento para el gasto. La segunda, que ese gasto sólo tiene sentido si se une a reformas. La tercera, que en el más corto plazo hace falta mucha más coordinación y no sólo sentar las bases para diecisiete acciones territoriales distintas frente al mismo problema.

Gestión de riesgos sistémicos

Publicado en El País el 27 de octubre de 2020

Los terribles efectos sanitarios, económicos y sociales de la pandemia están abriendo debates que perdurarán. En nuestro país, la respuesta sanitaria, con la descentralización de la gestión a las comunidades autónomas, ha despertado la crítica de muchos por falta de contundencia e insuficientes recursos y coordinación. Es cierto que otros países -como Alemania o Suiza- funcionan, en gran medida, descentralizando por regiones administrativas y les ha ido bastante mejor. Tal vez sea porque su sistema institucional está más engrasado que el español y menos sujeto a estériles tensiones políticas. En todo caso, no creo en absoluto que España sea un estado fallido, término que se ha empleado recientemente dentro y fuera de nuestras fronteras con demasiada frivolidad. Pero hay mucho que mejorar.

            No es la primera vez en la historia reciente que hemos tenido algún episodio de riesgo sistémico donde buena parte de la gestión residía en la Comunidades Autónomas. En la crisis financiera que se inició en 2008, las cajas de ahorros que tuvieron problemas de solvencia estaban sujetas al paraguas supervisor del Banco de España, pero también a las normas y, en algunos casos, por qué no decirlo, las interferencias de las Comunidades Autónomas. Parte de las competencias normativas de las cajas y las cooperativas de crédito en aquel entonces -y aún en algún aspecto anecdótico hoy- estaban en las autonomías. La lentitud con que reaccionaron algunas de las instituciones de ahorro, la imposibilidad de aumentar su solvencia a través de emisiones de capital debido a su carácter fundacional y las interferencias de los gobiernos territoriales constituyeron, entre otros factores, un “cocktail” que empeoró la situación de muchas de esas entidades. El resto de la historia se conoce: reformas legislativas para convertirlas en sociedades anónimas y, al final, procesos de recapitalización, que supusieron finalmente solicitar un programa de asistencia financiera en la UE. Aquel episodio sistémico se resolvió cuando se pudieron tomar decisiones más centralizadas de modo efectivo y se emplearon recursos “por elevación”, en este caso europeos. Se demostró que, para las crisis sistémicas, lo mejor es una gestión más centralizada, juntando fuerzas, con mayor capacidad de coordinación y credibilidad así como un “pool” de recursos disponibles mucho mayor. De hecho, la posterior creación de la Unión Bancaria europea ha propiciado un marco institucional mucho más potente para afrontar futuras crisis financieras.

            Si para riesgos sistémicos de estabilidad financiera fue necesaria la estrategia “por elevación”, para una crisis global de salud pública, como la del Covid-19, esta receta parece también necesaria. Los mecanismos de coordinación sanitaria deben ser reforzados dramáticamente en España -alrededor del Ministerio de Sanidad, con muchos más recursos para estas contingencias-, para alcanzar mayores cotas de efectividad y evitar la sensación de desconcierto que tantos perjuicios ha causado. Asimismo, hace falta algo más: una verdadera estrategia de salud pública paneuropea con recursos, credibilidad y competencias que eviten la evidente y dañina descoordinación -como han sido los cierres unilaterales de fronteras- que se ha producido en la UE. Catástrofes de estas características requieren de un sistema para afrontarlo, no de partes descoordinadas.

Las dos crisis

Publicado en El País el 20 de octubre de 2020

Sin paños calientes. La gravedad de la crisis económica causada por la pandemia ya tiene todas las hechuras para ser de parecida magnitud a la financiera de 2008. Con consecuencias imprevisibles. Una historia entre dos crisis, como la de las dos ciudades de Dickens, que anuncia un enorme cambio social. Un siglo y medio después sigue siendo válido aquello de “era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura”. Las malas perspectivas sanitarias hasta verano de 2021 – donde en el mejor de los casos empezarían a sentirse los efectos favorables de la vacuna- nos obligan a prepararnos para lo peor. Si la gestión pública de la pandemia sigue marcada por la incertidumbre -incluidos bandazos-, los problemas se multiplicarán. Aunque la naturaleza de la recesión actual es bien distinta a la crediticia, sus efectos empiezan a notarse en cada rincón de la economía. Comienzan a preocupar, doce años después, las implicaciones financieras. La Covid-19 mantiene demasiado tiempo actividades bajo mínimos, miles de empresas cerrando y un horizonte temporal  de infarto. Este no era el panorama inicial, hay que reprogramar. Si no es así, tarde o temprano, quedará afectado el sistema bancario que ha sido, en esta ocasión, un catalizador fundamental de la liquidez y crédito que ha precisado el sector empresarial desde marzo. Voces tan autorizadas como Carmen Reinhart, economista jefe del Banco Mundial, ya hablan abiertamente de una crisis financiera en ciernes.

            Los gobiernos -y el sector privado- han movilizado recursos como nunca. Eso sí, con un incremento brutal de la deuda, que no augura nada bueno. Todo ello acompañado de la decidida acción de los bancos centrales, incluido el BCE. En esta ocasión, no se ha titubeado. No siempre certeramente, entre otras cosas por la celeridad del desastre. Para el resto de la pandemia hay que diseñar y ejecutar acciones precisas. Cirugía para minimizar el número de empresas afectadas. Con recursos públicos limitados y una pandemia que dura más de lo esperado, hay que apoyar únicamente actividades y empresas viables, que generen riqueza y ayuden en la recuperación. Sin lastres. De otro modo, se generaría una crisis grave de morosidad y deterioro de activos en unos meses, que agrandaría la crisis y retrasaría notablemente la salida.

            El control de la pandemia será decisivo para aminorar el desastre. Pero en materia financiera, hay mucho por hacer también. Parece necesaria la prolongación de las medidas que reguladores y supervisores han puesto en marcha para evitar un impacto negativo súbito en la morosidad y la cuenta de resultados de los bancos. El mantenimiento de avales públicos también, aunque ahora más selectivos si cabe. Por último, el propio sector financiero tiene mucho que hacer. No sólo con una evaluación de riesgos rigurosa. También con estrategias más disruptivas y valientes para hacer crecer negocio y rentabilidad. Habrán más fusiones y operaciones corporativas. No obstante, hace falta bastante más en materia tecnológica y adaptación de la estructura a la nueva realidad. Mucho por hacer para evitar lo peor en lo financiero también.

Las pujas bien lo valen

Publicado en El País el 13 de octubre de 2020

El de economía es uno de los premios Nobel donde las quinielas casi siempre parecen fallar.  El de este año también en buena medida, a pesar de las enormes contribuciones de los galardonados, que lo merecían sin duda. Eso sí, cada vez es más frecuente que aparezcan dos elementos en las decisiones de la Real Academia de las Ciencias sueca: un poder instrumental práctico y una honda incidencia social. 

Si a la mayoría de los ciudadanos se les habla de subastas pensarán rápidamente en obras de arte o, como mucho, en pescado, aceite, fruta o viviendas adjudicadas por impagos. Pero representa mucho más para la ciencia económica y sus avances más recientes. La teoría de contratos relativa a subastas se ha desarrollado enormemente en los últimos cuarenta años porque son ubicuas. Más aún, en la era de Internet, donde muchos usuarios están acostumbrados a lanzar ofertas durante un tiempo marcado con la esperanza de adquirir un producto. Sucede también cuando se quieren conceder nuevas licencias de radio o televisión, para decidir los derechos de emisión de CO2, los precios de la electricidad, el valor de muchos contratos de activos financieros o la liquidez que han concedido tradicionalmente los bancos centrales y que hoy es sostén de la economía post crisis financiera y ahora pandémica.

Los ganadores, Paul R. Milgrom y Robert B. Wilson engrosan la lista de premiados de la Standford University, que junto a las también estadounidenses Harvard, Chicago, M.I.T. y Berkeley copan el top-5 histórico de los premios de economía. En el anuncio se dejaba claro que no sólo era una contribución por la “contribución a la teoría” sino también por “inventar nuevos formatos de subastas”. En cuestiones tan esenciales (energía, alimentación, valores financieros) es preciso que el precio final sea eficiente para compradores, vendedores y el conjunto de la sociedad. Por ejemplo, es deseable que la liquidez disponible en la economía sea la adecuada. O que las cuotas pesqueras permitan un equilibrio entre el desarrollo de ese sector de actividad y la sostenibilidad de los mares. Del mismo modo, parece conveniente que los precios de la electricidad sean adecuados y no estén sujetos a movimientos especulativos. En una economía abierta y con múltiples participantes esto es sólo posible con contratos complejos. Tal vez el más célebre y aplicado en la práctica de los que Milgrom y Wilson propusieron es el de rondas múltiples simultáneas (SMR, por sus siglas en inglés). Se hizo popular en 1994, cuando demostraron que en las concesiones de licencias de radio y de móviles, en las que las pujas se hacían en sobre cerrado, el resultado no era bueno ni para los subastadores ni para los pujadores. Teniendo en cuenta la disponibilidad de medios electrónicos para pujas simultáneas y más transparentes (Internet, teléfonos móviles) el sistema SMR resultó ser notablemente más eficiente. 

Con este Nobel se premia el refinamiento en beneficio social de uno de los principios básicos de la economía, cómo se reparten los recursos y a qué precio. Eso son las subastas y hoy están por todas partes.

A vueltas con las pensiones

Publicado en El País el 6 de octubre de 2020

No hay espacio político ni políticos con espacio para plantearse qué puede ser de España en cinco o diez años. Pasarán las inclemencias de la Covid-19 y habrá que lidiar con las consecuencias. No obstante, a la vuelta de esa página, probablemente estaremos de frente con problemas parecidos a los actuales: sin adaptar el sistema educativo y de ciencia a la realidad económica, sin un modelo energético claro y sin sostenibilidad para muchos servicios públicos. Una de las tareas pendientes más acuciantes es una estrategia creíble para la sostenibilidad de las pensiones. El debate es ya eterno, como lo es la inacción. Ahora se ha retomado una vez que ha trascendido la posibilidad de que el gobierno elimine algunos de los incentivos fiscales a los planes privados, siguiendo las recomendaciones de un informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF). 

Políticamente, parece que cuesta mucho decir “las pensiones no son sostenibles”. Sin embargo, esa es la verdad de los números. El Banco de España daba un dato aplastante recientemente: cada jubilado recibe en promedio 1,74 euros de pensión por cada euro que aporta. Conviene recordar que siempre se recibe más, que el sistema se basa en la solidaridad intergeneracional. Esto sólo es posible cuando hay más trabajadores que jubilados y los primeros pueden cubrir lo que precisan los segundos. Sin embargo, avanzamos hacia una situación en la que hacia 2050 habrá prácticamente un trabajador por cada pensionista ¿Les decimos a los que tienen ahora que tirar del carro que no se divisan pensiones dignas para ellos o hacemos algo? 

Tomando la fiscalidad como punto de partida, considero que no es que no haya que eliminar las desgravaciones, sino que cualquier incentivo es poco para un sistema que ha activado hace tiempo todas las alertas. Hay una insuficiencia crónica y grave. El informe de la AIReF es concienzudo, pero basa su crítica a la desgravación en una supuesta regresividad de las desgravaciones de los planes de pensiones privados individuales. Asume que sólo favorecen a los ricos. Muchos ciudadanos de renta media no estarán muy de acuerdo. La cuestión clave es que el beneficio fiscal no es tal, es más bien un “no me pagues hoy y ya me pagarás mañana” porque cuando se cobra la prestación en la jubilación, se pasa por caja. Fomentar solamente los llamados planes de pensiones de empleo (que promueven las empresas e instituciones públicas) será seguramente insuficiente en un país con tantas pequeñas empresas y tanta disfuncionalidad del mercado laboral (desempleo, temporalidad, rigideces). El problema de la sostenibilidad es tan profundo que hace falta incentivar todas las modalidades de planes de pensiones privados. 

Y todo ello, en un contexto en el que la educación financiera -cuyo día se celebró ayer- debe potenciarse aún más. Es necesario informar, como se prometió, a cada ciudadano de qué pensión recibiría con las condiciones de hoy, para poder tomar mejores decisiones sobre el ahorro para el futuro. El incentivo más barato y más efectivo es informar. Conocer el drama para reaccionar ante él.