El testigo de la macroeconomía

Publicado en El País el 31 de diciembre de 2019

En las carreras de relevos no importa solo la velocidad, también las condiciones en que se pasa el testigo. Con la macroeconomía sucede lo mismo. Como los relevistas, son cuatro los trimestres para los que se ofrecen datos de crecimiento. Ayer supimos que el tercero de 2019 mostró síntomas de fatiga que van a condicionar, probablemente, la carrera de los tres meses finales del año. En apariencia, la velocidad es la esperada —el PIB creció un 0,4% entre junio y septiembre—, pero el testigo se entrega algo más bajo porque el crecimiento interanual ya no es el 2% previsto, sino que cae al 1,9%.

El desfonde es generalizado, pero particularmente acusado para la demanda externa (que contribuye solo con una décima al avance, frente al 1,8% de la demanda interna). Tampoco hubo especial animación en el gasto privado y, sin embargo, sí que la hubo en el público, a pesar de que las restricciones presupuestarias eran importantes y lo serán más el próximo ejercicio.

El equipo llegará, en todo caso, a la meta, y estará por ver si finalmente el año se cierra por debajo de ese 2% que se antoja barrera psicológica. Lo que sí parece es que los velocistas de 2020 serán algo más lentos y el próximo año el PIB será alrededor de medio punto porcentual menor (1,5%). Se convergerá con la mayor parte de combinados europeos en una actividad económica algo más anémica y será mucho más complicado generar empleo, aunque se espera que se siga creando. ç

Todo esto sucede con unos niveles de precios reducidos. El IPC se elevó ayer al 0,8% (tras el 0,4% de noviembre) pero la subida se asocia al alza de los carburantes porque los componentes subyacentes del consumo siguen adormilados. La inflación sigue perdida y una de las grandes incógnitas de 2020 es si se volverá a encontrar. A ello sigue abonada la política monetaria de muchos bancos centrales.

Respecto a las condiciones externas, ya no se temen zancadillas extraordinarias del exterior por el camino porque se ha disipado, en gran medida, el temor a una recesión global. No obstante, en 2020 seguirá habiendo riesgos a la baja. Estados Unidos celebrará elecciones en noviembre, pero todo el año parece abonado a un embrollo político considerable que, como viene siendo habitual en estos años, tendrá consecuencias en el exterior. En el terreno financiero, se aprecia cierto estrés en los mercados de deuda, una olla en cuya válvula de presión hay muchas manos tocando. Y, sobre todo, el próximo año será de mucho movimiento estratégico.

Entre otras cuestiones, va a haber mucho movimiento en negociación comercial en el año que entra. Se decidirá el nuevo acuerdo entre UE y el Reino Unido y habrá numerosas derivaciones y externalidades de lo que finalmente concreten (o deshagan) Estados Unidos y China. Será un año, por lo tanto, para actuar políticamente con atención y agilidad en el que una economía como la española no puede permitirse quedar en fuera de juego, abotargada por problemas internos que comienzan a eternizarse.

Navidad sin Reino Unido

Publicado en El País el 24 de diciembre de 2019

Qué tiempos estos en los que se acaba celebrando la salida de Reino Unido de la Unión Europea, tal vez cansados tras casi cuatro años de intentos fracasados. No será hasta final de enero, pero está ahí la sensación de estar celebrando estas fiestas con un invitado menos. Una Europa sin uno de los buques insignia de las últimas cinco décadas. Nunca fue una relación sencilla. Harold Wilson, un laborista tecnócrata, quiso refrendar ya en 1975 la pertenencia a la UE “con la cabeza alta y sin arrastrarse por el suelo”. Cinco años después, Thatcher gritaba en una cumbre europea en Dublín: “¡Quiero que me devuelvan el dinero!” Una relación incómoda, pero mucho más provechosa de lo que políticamente se ha querido reconocer.

La abrumadora victoria de Boris Johnson en las últimas elecciones asegura el divorcio, pero queda por definir cómo será la relación posterior. Tres años y medio para la separación, y ahora se quiere negociar el marco de una nueva convivencia en 12 meses. Se lo ha autoimpuesto Johnson, prohibiéndose a sí mismo, por ley, cualquier prórroga al período de transición más allá de 2020. Habrá consecuencias institucionales, humanas, económico-productivas y financieras. En qué medida sean perjudiciales dependerá de la altura de miras de las partes y de si la regulación sigue estando coordinada a ambos lados del canal de la Mancha. Será difícil negociar si los marcos normativos se alejan. Y con eso ha amenazado el pasado fin de semana Johnson, al señalar que no quiere “alinearse con Bruselas”.

Se cree desde Londres que Reino Unido será objeto de deseo comercial y estratégico de grandes socios mundiales. Sin embargo, países como Japón o Canadá han recordado su prioridad por el mercado de la UE, de 500 millones de consumidores. Todo lo que suponga alterar las relaciones con Bruselas, dificultará la capacidad británica de encontrar nuevos socios. Desde Washington, un día se jalea a Johnson y al siguiente se establecen nuevos vetos o aranceles sobre productos británicos. Reino Unido no llega a este nuevo entorno como un imperio. La UE se queda con un pilar menos, en un momento de escasa cohesión institucional y cierta anemia económica.

Preocupa mucho que sucederá con el movimiento de personas, un marco aún no cerrado en el que se prevén nuevos controles aduaneros y restricciones de acceso. Un problema grave para las islas británicas, que han cubierto gran parte de sus carencias de capital humano con talento de la Europa continental (y viceversa). Un desajuste laboral, turístico, intelectual y cultural aún no suficientemente calibrado. La cadena de producción europea, por otro lado, se va a partir en dos salvo sorpresa y las balanzas comerciales y la competitividad exterior de las partes quedarán en entredicho. Cada semana, también, recibimos noticias de que la City y el mundo financiero no están preparados para una ruptura abrupta y la extraordinaria pérdida de profundidad de mercado y liquidez que podría suponer esto para la UE. Que todo esto esté solventado para la próxima Nochebuena es poco probable. La alternativa es un desorden importante.

Del trote al paso

Publicado en El País el 17 de diciembre de 2019

Los aires del caballo de la economía española han pasado del trote al paso. Crecimos con vigor tras los ajustes de la crisis y la fase alcista ciclo económico. Y ahora, resistimos con incertidumbre ante la falta de reformas y la presencia de condiciones exteriores menos favorables. La cosa, de momento, no va a peor. Así lo sugirió ayer el Banco de España en la actualización de sus proyecciones macroeconómicas. No se trota, pero se avanza. Para 2019 se sigue esperando un crecimiento del 2% a cierre de año. De ahí en adelante, pérdida progresiva de fuelle: 1,7% en 2020, 1,6% en 2021 y 1,5% en 2022.

Hacer previsiones a más de un año vista es, hoy en día, una tarea complicada. No porque las herramientas de previsión no sean las adecuadas (tal vez sean las mejores en perspectiva histórica) sino porque el entorno es tan inusual (monetaria y geopolíticamente) como cambiante. Hay, en todo caso, una constante en la mayoría de las previsiones recientes realizadas respecto a España y otras economías occidentales (las del FMI son buen ejemplo): predecir un futuro próximo razonable y esperar un medio y largo plazo más sombrío. La razón fundamental es que el cambio a la baja en las condiciones cíclicas se ha retrasado. Y también se han demorado la subida en los tipos de interés o la delimitación de equilibrios globales como el energético o el comercial.

Con un crecimiento entre el 1,5% y el 2% para los próximos ¿qué incertidumbres surgen en España? La primera me parece de naturaleza cualitativa. Es el riesgo de que esta desaceleración se interprete de forma excesivamente negativa y dañe expectativas de gasto y de inversión. Esto se deja notar, recuerda el Banco de España, en un aumento del ahorro -algo que no es malo de por sí- pero, sobre todo, en una caída del consumo y en el «tono débil de la demanda de crédito». También hay matices algo más positivos en las nuevas proyecciones, como que el empleo crezca este año un 2% en lugar del 1,8% previsto anteriormente. Esta es una buena noticia teniendo en cuenta que gran parte de lo que estará a prueba en este escenario de menor pujanza de la actividad es si se puede seguir reduciendo el paro con tasas de crecimiento inferiores a los dos puntos. Algo que, antes de la reforma laboral, parecía complicado.

El elemento más preocupante, si todo se mantiene como hasta ahora, es el comportamiento del déficit público. Se estima que en 2019 no variará respecto a 2018 (2,5%). Que mejore en los próximos años se fía más al mantenimiento de tasas de variación del PIB razonables que a la disciplina presupuestaria. Especialmente preocupante resulta un gasto en pensiones que no está fundamentado en la sostenibilidad de su propio sistema.

Todo esto sucede en una España con una bolsa ciclotímica, en la que la relativa «aclaración» del Brexit y la reducción de las tensiones comerciales tras el cuasi secular castigo de gran parte del parqué bursátil durante mucho tiempo.

El nuevo lobo feroz

Publicado en El País el 10 de diciembre de 2019

Hace unos años era habitual encontrar explicaciones sobre la crisis que usaban el cuento de Los tres cerditos. La idea era que la arquitectura del sistema financiero no era de ladrillo, ni siquiera de madera. Más bien, de paja. Hemos avanzado hacia un edificio institucional bancario más sólido, con nuevos principios de gestión financiera y, sobre todo, con una regulación abrumadora. Pero hay nuevos lobos que vienen soplando. La casa tiene un piso bancario sólido, pero se han edificado otros pisos que puede llevarse el aire o el fuego con mucha más facilidad. Se construyen con una financiación apenas supervisada por los reguladores, con potenciales efectos desestabilizadores.

Básicamente es construir un título de deuda basado en los créditos de empresas que ya tienen, de por sí, una deuda comparativamente elevada. Gráficamente es como si algunas empresas de alto riesgo no tuvieran fuerza para tomar impulso en el trampolín de una piscina y se les carga de una mochila para que ganen más peso en el salto. Pueden llegar lejos o pueden romper la palanca. Es “deuda al cuadrado” (deuda sobre deuda), una redundancia peligrosa sobre la que han advertido diferentes instituciones internacionales. Son casi uno de cada cinco contratos con garantía que se negocian en mercados de bonos.

Hay una lectura —lejos de ser consensuada o plenamente convincente— que sugieren que los CLO no entrañan el riesgo de los CDO. Sin embargo, los CLO ya suponen un volumen negociado de 1,4 billones de dólares (trillones anglosajones) y, sobre todo, revelan que, en un entorno de tipos de interés ultrarreducidos, el riesgo escapa del entorno bancario y se encierra en las sombras de productos menos supervisados o regulados. Es como tener un buen tratamiento para los virus y no tenerlo para las infecciones bacterianas.

Esa visión “tranquilizadora” sobre los CLO sostiene que tienen un mayor respaldo en caso de impago del que tuvieron los CDO. Sin embargo, en un mundo inundado con deuda corporativa, es posible que el contagio (la correlación y desboque que puede producirse cuando las pérdidas aparezcan) sea mayor en los CLO que en los CDO. No se ha demostrado que sea así, pero tampoco lo contrario.

S&P, por ejemplo, ha señalado que si el ciclo económico a la baja se prolonga, las bajadas de rating de CLO pueden reproducirse como la mala hierba. Lo que encaja con el mensaje del FMI en su último informe de estabilidad financiera de que el 40% de las empresas con elevado apalancamiento en el mundo podría entrar en impago en un entorno de tipos de interés más elevados, de esos que susurran: “Soplaré y soplaré y la casa derribaré”.

Melé digital y verde

Publicado en El País el 3 de diciembre de 2019

Las principales tendencias que orientan la economía global no son nuevas, pero resurgen con fuerza inusitada. Digitalización y protección del medioambiente son las dos grandes fuerzas de una melé entre la resistencia de la economía del siglo XX y las aspiraciones de la del siglo XXI. Se decide el orden de juego económico y social de las próximas décadas.

Las tensiones geopolíticas y comerciales esconden una lucha por la supremacía tecnológica que, necesariamente, alumbrará un futuro también más verde. En el centro de esas tendencias están, como en los últimos treinta años, las finanzas. Son gran parte de la contienda y evidencian un paradigma económico diferente para las nuevas generaciones. Esas cuya fidelidad a los proveedores es volátil y cuya actividad se inspira en principios colaborativos. Muchos jóvenes no quieren o no necesitan coche, coordinan sus movimientos y se comunican de forma más impersonal pero, al mismo tiempo, más directa. A pesar de las apariencias, creen en un cambio social más humanista y verde. Sus tendencias pueden elevar a una empresa a los altares y, en pocos días, abandonarla. Se mueven a una velocidad asombrosa y piden respeto por su información porque saben que es la moneda de cambio al uso.

Ahora surgen, por ejemplo, nuevos servicios financieros suministrados no ya por bancos sino por Big Tech o por telecos. Como el caso de Orange la semana pasada. En un país como España donde, aunque el 80% de los clientes se mantienen fieles a su entidad financiera, al menos un 40% de los que quieren cambiar considerarían a empresas como Google o Apple como proveedores en un futuro. Se valorará también en qué medida los competidores financieros y los de otras industrias se plantean unos servicios más sostenibles. Al fin y al cabo, las estimaciones apuntan a que la digitalización puede reducir las emisiones contaminantes globales entre un 15% y un 20%.

Las instituciones públicas también deben ponerse a la cabeza de estos cambios para evitar desórdenes en diferentes ámbitos. Así, por ejemplo, bancos centrales introducen ya, en su discurso (la propia Lagarde estos días) la necesidad de inversiones más verdes, incluidas las referidas al programa de compra de activos del BCE. Asimismo, deben tomar una posición más decidida respecto a cuestiones tan esenciales como el futuro de las criptomonedas. No ya por la volatilidad y problemas que siguen mostrando algunas (caso de bitcoin en las últimas semanas) sino porque iniciativas como Libra de Facebook pueden hoy, seguramente, fracasar pero muestran la posibilidad de que en un futuro próximo se desarrollen sistemas monetarios alternativos a los oficiales. Hasta ahora, un billete de 10 euros valía exactamente eso por una cuestión de confianza en el banco central (de ahí que se le llame dinero fiduciario). Para un joven, si mañana Google dice que algo vale 20 googles (por inventar una moneda) puede que ponga más fe ahí que en lo que diga cualquier institución pública.

Para lidiar con estos cambios, es precisa coordinación política y capacidad de liderazgo y anticipación. Justamente algo que ahora se echa en falta.